La libreta con ideas
Media hora pasó desde que sonó el despertador y sé que el día será una mierda: pasé la noche entera girando para un lado y el otro puteando por haber postergado al dentista, con un dolor criminal en una muela de juicio que me quieren confiscar hace veinte años y sobre la que vengo escapando desde entonces. No hay soluciones mágicas, aunque tengo una falopa sublingual para anesteciar ballenas que algo me calma. Anoche tomé dos y camino algo aletargado. Voy en calzones hasta el baño, agarro el cepillo de dientes y camino hasta la cocina para poner el agua para el mate. Viendo la escena desde afuera, parezco un adolescente crecido: tengo un rodete deforme que creció en pandemia, las piernas llenas de tatuajes y un calzón con dibujitos. “Debería dejar de crecer y empezar a madurar”, pienso cada tanto y nunca lo hago. Lleno el mate con yerba desde el paquete; un poco cae adentro y otro tanto en la mesada. Con el canto de la mano derecha desparramo los palitos de yerba hasta la bacha de la cocina y relleno el termo con agua caliente. La nostalgia se me cuela en las tripas y me hace extrañar muchas estupideces desde que cumplí cuarenta. Siento cierto romanticismo al recordar los mates que cebaba mi abuela, con la llama al mínimo y la pava acurrucada como un gatito al costado de una estufa. Siempre templada, sin las sorpresas de las pavas eléctricas que no llego a descifrar y parece que tuviesen 3 posiciones: helada, natural, lava. “Con opción para mate”, decía la caja. Moulinex, la pava. Hecha en China, como el mundo desde hace varios años. Pienso mientras me relamo la muela con la lengua en un chino vestido de gaucho diciendo cómo se tiene que tomar el mate y me parece una imagen que podría anotar en la libretita verde que lleno de principios de historias que suelo dejar sin escribir. Son disparadores, balas de salva que no lastiman ninguna hoja en blanco. Y ahí voy, postergando el momento de vestirme, a buscar una birome en la que anotar esto que mientras lo escribo me parece estupidísimo, pero me causó gracia cuando lo pensé. Me muevo con mate, termo, anotador y birome hasta la mesa de la cocina y antes de anotar la frase que dispare la idea, el germen de una historia que me dé placer releer, el fragmento que encadene tres o cuatro ideas que me gusten, cebo un amargo, beso suave la bombilla y después de quemarme lo dejo humeando sobre la mesa. Destapo la birome y veo que está reventada cuando es tarde: ya tengo pulgar, índice y mayor reventados de tinta azul. Anoto igual como puedo: “Chino, gaucho, temperatura, mate” y cuando estoy por seguir garabateando con mi letra de colegio industrial quedo atrapado en mi torpeza genética y me tiro el mate -torpedo, uruguayo, cinco litros de agua y treinta y dos kilos de yerba- y me quemo el pecho, la panza y los huevos, en ese orden. Finjo templanza samurai, no quiero pensar en lo que está pasando mientras lloro lágrimas de platsul y busco consuelo en haber dormido mal y saco a la luz al angelito bueno que me susurra al oído que no soy tan pelotudo, que le puede pasar casi a cualquiera y nada me calma. Me miro el pecho; tengo una mancha roja del tamaño de una pelota de tenis en el medio de las tetas. Si mi cuerpo fuese un mapa, la quemazón del pecho sería un océano y desde ahí, río abajo, nace un brazo que recorre cada rollo de mi panza, la que creció cuando dejé de fumar y nunca más se fue y desemboca en cada uno de mis huevos, debajo del boxer de dibujitos. Me odio: me vaciaría el termo completo en la cabeza, por estúpido. “Tengo que dejar de flagelarme cuando me equivoco”, pienso y no me interesa cumplirlo. La frecuencia con la que hago este tipo de estupideces me valió horas de diván y copas de vino con amigos en las que pregunté si, efectivamente, no tengo algunos cables húmedos en el hormiguero donde nacen las órdenes que mi cabeza da a cada parte de mi cuerpo. Me escapo como estoy a darme un baño de agua helada, me acuerdo mientras me enjuago de algunos de los accidentes domésticos más grandes que tuve en mi vida y pienso que este no llega ni a octavos de final, que no debería amargarme. No le hace mella a la vez que me caí adentro de un tanque de agua, o cuando me patiné en la estación Constitución a las siete de la mañana de un lunes y la gente me saltaba como si fuese un animal muerto. O el día que subí una escalera corriendo y me pisé los cordones y terminé cuatro escalones más arriba cabeceando a una señora que iba subiendo agarrada de la baranda para no caerse. Me caí para arriba. O la vez que se me cayó el celular y quise frenarlo con el pié y le pegué una patada y lo reventé contra una vidriera en preparación en una galería de microcentro. O la vez que…
Pero acá estoy, untándome el pecho, la panza y los huevos con una crema para quemaduras, suplicando que no se me hagan ampollas y que la curación dure poco y duela menos. Y cuando calma, así de inoportuno, vuele a tocarme timbre el dolor de la muela de juicio que sigo sin sacarme. Me miro en el espejo, me ato el pelo, pongo cara de payaso: “Es lo que hay”, pienso. Y me mando otra sublingual, sabiendo que voy a ir al dentista amordazado o no voy a ir: “Ya no caigo en la trampa de sacar una muela para que no duela más adelante”, pienso y reafirmo mi estupidez. Quiero llorar y no sé por qué. Voy juntando las ropas, limpio la yerba, vuelvo a calentar el agua y se vuelve a hervir. Afuera el día es un espanto, pero tengo que salir igual. Me asomo a mirar el cielo. No sé bien por qué lo hago, pero es algo que aprendí viendo viejos cuando viví en el campo. Estaban haciendo algo y de repente se iban para otro lado. Si fuese una película, la cámara deja de filmar la escena y se va acompañando al viejo porque algo está por pasar. Entonces miraban el cielo un rato, en silencio, y después volvían a la escena y todos hacían silencio para escuchar su diagnóstico: “Va iové, nomá”, decía Don Villafañe, el viejo de la carnicería. Cuando acertaba se quedaba un ratito parado bajo el agua, como si fuese su trofeo. Y al que pasaba lo miraba con cara de “y si io dije quiba iové”… y después de ratificar dos o tres veces su acierto, se iba para adentro, empapado y ganador. Y cuando erraba -siete de cada diez veces- contaba la historia de los vientos y la capacidad que tenían para cambiarlo todo. “Vai ve, vo, taba para iové y de yepente, pum, el viento lo ha cambiao todo”. Siempre era su coartada el viento. Y sin saber por qué, salgo a mirar al cielo mientras me termino de untar ese unguento espantoso que compro por toneladas para cada vez que me quemo. Me cuelgo un rato con la vista perdida en unos nubarrones, contemplando, pensando en el viejo Don Villafañe y mientras me voy yendo en fade hacia un estado de calma -la quemadura cede, la droga para la muela hace efecto y empiezo a hacer las paces con mi incompatibilidad para las actividades motrices- un pájaro inemnso me caga la frente. La frente: no el hombro como otras veces, no el pelo. No una zapatilla: la frente. Siento el mensaje humillante de la naturaleza y me desdibujo. Me hago chiquito como una marioneta a la que le cortaron las cuerdas. Quiero llorar de bronca y hago lo único que me sale ante la tragedia cotidiana. Camino unos pasos, agarro una birome y mi libretita y anoto otro renglón, con algo que quizás no escriba nunca o quizás escriba hoy: “Pájaro, mierda, frente”.